La Cantuta en la boca del diablo, de Amanda Gonzales Córdova
8
Jun
2017
El desaparecido, figura siniestra que caracteriza la historia latinoamericana de las últimas cuatro décadas. Tal entidad espectral encuentra, según cada geografía y tiempo, un giro singular en su elocuente estado que marca la brutalidad del poder. El destino atroz es el mismo: un hombre o una mujer deja de existir sin una evidencia que lo certifique; quienes le sobreviven tienen que convivir con la certeza de su muerte, pero con la angustia infinita de no saber las circunstancias del deceso y el paradero del cuerpo inerte. Poder localizar a los muertos es una necesidad visceral para los vivos. Una tumba, una ceremonia con los restos de los seres queridos reúnen un saber doloroso con la irremediable base empírica que lo atestigua. Sin ese saber, el duelo parece imposible, la justicia también.
Lo primero que se escucha en La Cantuta en la boca del diablo es la voz de su notable protagonista leyendo los datos forenses de una exhumación de varios cuerpos ligados a un crimen luctuoso de 9 estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (más conocida como la Cantuta), todos ellos secuestrados primero, tras un atentado mortífero de Sendero Luminoso en julio de 1992, y posteriormente asesinados en un paraje conocido como La Boca del Diablo, primera locación que se ve en el film. He aquí una típica figura del horror latinoamericano. Hay demasiados cadáveres desperdigados en el mar y en los ríos, en los desiertos y en las montañas. Así empieza un film que no es menos temerario que su principal personaje, Edmundo Cruz, el notable periodista cuyo minucioso trabajo permitió atar cabos y hallar evidencias de los crímenes.
La Cantuta en la boca del diablo duplica y reconstruye los valientes pasos de la investigación que llevó adelante en la década de 1990 el periodista, en pleno tiempo en que el presidente Fujimori dirigía los destinos de la nación peruana. Sus orígenes japoneses no tienen absolutamente nada que ver con la repudiable forma de gobernar, algo que Gonzales Córdova jamás sugiere. Ningún desliz xenofóbico, pero sí la firme impugnación de un presidente que no vaciló en reprimir y hacer negocios. En algunos pasajes la directora incluye material de archivo en donde se ve al mandatario en pleno juicio: a veces luce insensible frente a los cargos y acusaciones, en ocasiones esboza una sonrisa ante la defensa que un militar hace de su gobierno y en una oportunidad se lo puede observar gesticulando como un lunático enfurecido y caprichoso. También su hija Keiko tiene varias apariciones: parece sentir una fidelidad total respecto de su padre. Saber que pudo convertirse en presidente en el 2011 no es un dato menor, tampoco el modo enfático con el que defiende a su padre y la política que este supo instrumentar.
El film de Gonzales visita los edificios públicos y la zona del crimen y reúne los testimonios de todos los que ayudaron en la investigación de Cruz –también hablan algunos familiares de las víctimas–; además, somete a análisis varios archivos del tiempo examinado y establece las relaciones políticas del pasado con el presente. El resultado es contundente; acaso se mimetiza con el rigor periodístico de Cruz, cuya figura, además, redime la tarea del periodismo, un oficio que ha perdido su relación con la verdad.
En efecto, la voluntad de verdad del viejo periodista desborda el marco de la película y la historia peruana; su forma de praxis está casi extinta, como si el film, sin proponérselo, también tuviera la secreta misión de dejar un testimonio de una cierta ética de la investigación periodística que ya casi nadie practica ni reclama.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina