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Música para después de dormir, de Nicolás Rojas Sánchez

14

Dic
2016

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Jorge, el hijo de Fidelio, ha muerto. Una carta lo anuncia primero, más tarde llegará el cuerpo. En un pueblo que se ha quedado sin música, el viejo artista va en búsqueda de los pretéritos compañeros de su banda para tocar en la despedida de su hijo, antes de que el físico descanse en el interior de la tierra hasta la eternidad. El film se circunscribe a seguir paso a paso las acciones del padre: desde que llega la noticia hasta el entierro. Sin embargo, quedarse con la somera descripción del relato es injusto para la naturaleza del la película; faltaría indicar algo más. ¿De qué se trata? La diferencia no está en el relato sino en la dimensión pictórica en donde se desenvuelve. Lo más poderoso de Música para después de dormir reside en el evidente esmero al trabajar sobre el registro. La muerte inmoviliza, pero el film quiere desmentir el destino fijo e inerte de cualquier criatura que deja de vivir. Es por eso que en la película el registro siempre está en movimiento. Los travellings hacia delante y hacia atrás y los planos grúa que se repiten para dirigirse hacia el centro del cuadro o distanciarse de él indican una dinámica que va un poco en oposición a las determinaciones que suscita la trama. La inmovilidad perpetua define a los muertos, aunque aquí habrá sorpresas. El mexicano Rojas Sánchez elige omitir la dolorosa experiencia que significa que un padre entierre a su hijo; la alteración del orden natural es escandalosa para cualquier padre. Sin embargo, la muerte del hijo se recibe con la naturalidad con la que se mira al cielo para saber si pronto empezará a llover. Nada perturba a los ancianos y a los vecinos; el acostumbramiento sobre el tránsito de la existencia la inexistencia tiene aquí la cualidad de un trámite y no mueve al llanto desesperado. Pero Música para después de dormir se caracteriza por la fuerza de sus imágenes. La profundidad de campo de algunas secuencias es manifiesta; no menos laborioso resulta el tratamiento del color, el que remite un poco, cuando predominan los paisajes, a las primeras películas del director turco Nuri Bilge Ceylan. ¿Una exageración? El joven director oaxaqueño simplemente parece entender cómo trabajar sobre la luz y hacer sentir los espacios abiertos de su región mediante un signo cinematográfico de primer orden. En una de las secuencias, dos hombres descansan cerca de un árbol frondoso. El registro de cámara abandona a los músicos con una convicción inhabitual hasta reencuadrar a los dos hombres sentados al lado de esa exuberancia natural. La contundencia de ese encuadre reenvía ese plano (y algunos otros) a la tradición pictórica de Ceylan y Abbas Kiarostami. El paisaje mudo es el protagonista discreto de la trama. Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina

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