San Antonio, de Álvaro Olmos
6
Abr
2017
La ópera prima del director boliviano Álvaro Olmos es prodigiosa: tiene la justa distancia para seguir la vida de los tres internos de la cárcel más pequeña de su país situada en Cochabamba, sin desdeñar la simpatía ante ellos, pero sin comulgar necesariamente con sus acciones, las que en algún caso resultan jurídica y humanamente complejas. La historia de sus tres protagonistas no están deslindadas de un contexto, sugerencia pertinente que ordena la intersección entre la vida íntima y social en la representación que surge del film.
En un momento, uno de los protagonista sintetiza la experiencia del encierro: “Tristeza, amargura y abandono”. Lo dice Ramón, un hombre que dejó sus hijas en Argentina, donde también vive su madre (las primeras en Salta, la segunda en Florencio Varela, provincia de Buenos Aires), y que por necesidad, a principios de siglo, empezó a trabajar como traficante de drogas. En un paso de frontera lo descubrieron, quedó preso y desde entonces no ve a ningún familiar. Es un caso aislado en el centro de rehabilitación San Antonio, pues allí la mayoría de los internos viven con sus familiares, lo que explica un poco cómo un espacio diseñado para muy pocos presos se ha convertido en una especie de conventillo en el que conviven casi 1000 personas.
El hacinamiento define la puesta en escena. No hay prácticamente espacios libres en el universo visual que se observa en el film, excepto por algunas estupendas panorámicas de Cochabamba y de algunas ciudades de Argentina, lo que constituye un contrapunto obligado en tanto que todo film carcelario es también uno sobre el espacio.
El resto de los personajes son más jóvenes que Ramón. Uno de ellos, Sergio, tiene un talento musical admirable. Sus rimas de hip hop son excelentes, y su carisma como artista callejero es indesmentible. En su celda conviven fotografías de mujeres desnudas y retratos de la Virgen María y del hijo del Altísimo. Esa contradicción conceptual se duplica frente a su situación jurídica: su natural simpatía contrasta con la imputación que cae sobre él: dos homicidios detienen su carrera y también cualquier proyecto posible. El film seguirá las instancias judiciales, incluso la repercusión mediática del caso. Para él, la citada percepción de Ramón que expresa la vida de los presos será irremediablemente una sentencia verificable.
El tercer protagonista ha delinquido y vive con su hermosa y joven esposa, apenas más niña que él; su pequeño hijo viven con ellos en una celda discreta y diminuta. La experiencia carcelaria parece no afectarlo, pero no faltará oportunidad en la que manifieste el deseo de moverse libremente por el mundo.
La situación actual de los tres hombres será revelada en el final, pero el centro del film no está en trabajar sobre el suspenso de los respectivos destinos de sus protagonistas, sino en penetrar en la intimidad de sus existencias. Que uno desee saber qué ha pasado con todos los hombres condenados es una prueba humanista de la eficacia del relato.
Lo más curioso de San Antonio es el casi total fuera de campo de los policías y los carcelarios. Apenas se los ve y poco se sabe de ellos, a tal punto que, si no se supiera desde el inicio que todos esos hombres y mujeres viven en una cárcel, no sería tan evidente inferir que el film transcurre en una institución de encierro. Acaso esta decisión de puesta en escena refuerza la posición subjetiva de los presos, que sienten que las licencias de San Antonio jamás pueden reemplazar la conciencia de poder disponer del tiempo propio y moverse en el espacio sin dar explicaciones a nadie.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina