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Viaje hacia el mar, de Guillermo Casanova

15

Sep
2016

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El color local tiene sus riesgos tanto en el cine como en la literatura. La insistencia en lo propio y en las presuntas beatitudes de una idiosincrasia, o en su defecto, la burla cínica frente a ella, no suele culminar en buenas películas y piezas literarias. La ópera prima de Guillermo Casanova arranca con signos característicos de una impronta uruguaya demasiado reconocible: el festejo de un día patrio y el entierro de un hombre del pueblo, todo al mismo tiempo mientras se divisan los primeros personajes, parece una suma del más trivial costumbrismo. En efecto, el costumbrismo más estereotipado se anuncia en el puntapié narrativo, pero en pocos minutos el film se va distanciando sin proponerse como una crítica ni como una vindicación de las costumbres uruguayas. El interés pasará por la discreta celebración de la amistad, una práctica demasiado universal como para quedar subordinada a los lugares comunes de una cultura, a la que se le reconoce sin embargo su singularidad. Situado en la década de 1960, pero sin precisiones históricas y políticas evidentes, el relato empieza con los preparativos de una suerte de expedición que compromete a cinco lugareños, de los cuales cuatro no han visto jamás el mar. El pueblo de Minas está bastante lejos de la inmensa costa uruguaya, y el periplo tendrá lugar arriba del camión de Rodríguez, el mentor de la idea, pues él sí ha visto el océano y entiende que es un fenómeno natural digno de admiración. ¿Quién podría contradecirlo? La preferencia de un asado ante el inminente encuentro con el mar es un indicativo de que no siempre es posible desear lo que no se conoce. En el momento en que están por partir, un hombre llega al pueblo. Tal vez se trate de un escritor, quizás escape de algo, pero su razón de sumarse al viaje será observar cómo otros verán por primera vez el mar. Es una motivación extraña, pero puede ser la de un escritor que busca acumular situaciones ligeramente extraordinarias para convertirlas en relato. El viaje es lentísimo, porque el camión de Rodríguez apenas puede desplazarse. ¿Un camión idiosincrásico? La tranquilidad oriental alcanza incluso a la misma máquina, estado de ánimo reflejado en el resto de los personajes: el barrendero, el dueño del camión, un peón, un viejo vendedor de billetes de lotería, un hombre dedicado a palear para enterrar a los muertos del pueblo y el ya mencionado escritor pueden tener sus rabietas, pero mantienen los modales. Como es de esperar, habrá algunos que otros obstáculos durante el viaje y también algunas situaciones imaginarias que por pocos minutos se desvían de la travesía, aunque nada detendrá a los hombres para llegar a una meta no del todo vivida con pasión, pero que no se la abandona. Basándose en un cuento de Juan José Morosoli de título homónimo, publicado en 1952, Casanova elige serle fiel al relato literario sin descuidar todo aquello que jamás puede estar en la literatura y sí en el cine. Hay evidencia concreta: una gran cantidad de encuadres y formas de resolución de escenas se apartan de una lógica de ilustración. Es que la forma cinematográfica es independiente de la voluntad de narrar. Por eso en varias secuencias el cine se impone discretamente al mero seguimiento narrativo. Además, cualquier panorámica del mar es más poderosa y convincente que todo vocabulario que se emplee para hacerle justicia a esa inmensidad azul. Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina
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