Waqayñan, de Ariel Soto
15
Abr
2016
La confrontación de creencias religiosas es el centro narrativo de Waqayñan. Por un lado, un credo precolombino con sus rituales y prácticas; por el otro, el cristianismo y su teología regida por el amor universal simbolizado en un hombre crucificado. El corazón de la disputa es aquí un rito violento denominado “tinku” que tiene lugar cada año durante el 3 de mayo. La comunidad danza, suena la música de los ancestros y, en medio de ese festejo multicolor y sonoramente hermoso, los hombres se enfrentan a los golpes como si fueran gallos de riña peleando a muerte. Antaño, el fin del combate consistía en la propia muerte: desangrarse en sacrificio a la Pachamama. En la actualidad, el ritual adquiere un semblante propio de un espectáculo de boxeo sin reglas, vigilado firmemente por unos 50 policías entremezclados con los asistentes que llegan hasta Piruani para asegurar la supervivencia de los contrincantes.
Soto no toma partido y se limita a contextualizar dos cosmovisiones que conviven y se yuxtaponen en muchos territorios bolivianos, como bien lo sugiere con un fundido hacia el final entre los planos de la liturgia cristiana y del tinku, abandonando así el montaje paralelo con el que introduce ambas formas de interpretación del mundo y comanda la narración en los 6 capítulos que dividen el film.
La ecuanimidad es irrestricta y programática: los partidarios del ritual dan sus razones; los creyentes de Jesucristo también. Nada se privilegia en el registro, más allá de una elección peculiar por parte de Soto de representar las escenas rituales mediadas por las imágenes que se consiguen ver en un televisor, una forma enigmática de distanciar al espectador de lo representado. Se trata de una decisión formal que de ningún modo es caprichosa y denota una diferencia en cómo filmar este ritual respecto de una misa cristiana.
Soto tampoco desestima prestar atención al paisaje. El ecosistema es tan majestuoso como hostil, y quizás parte del apego de las comunidades a creencias tan añejas esté instintivamente relacionado con el sentimiento de desolación que provoca tener que sobrevivir en esos parajes a 4000 pies de altura, donde la agricultura resulta una peripecia cercana al milagro y los esfuerzos se concentran simplemente en subsistir. Las panorámicas sitúan a la perfección a esa gente, que casi con seguridad no podría sobrevivir sin creer en entidades telúricas que regulan la prosperidad o en la encarnación lejana de un único Dios que viene a dar sentido a la existencia.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina